(del cuaderno de notas de Ibrahim S. Lerak)
Cuenta la historia que Li Fu, el justo
y sabio emperador del imperio del centro
del mundo quiso que su corte tuviera todo el conocimiento humano. Reunió a los
sabios oficiales y les pidió que escribieran la enciclopedia del saber para
encontrar el sentido de la vida. Pasaron los años, dos décadas
largas, en las que el emperador, que no
era niño, esperaba el resultado de su comisión. Llegó el día en que una cáfila
de camellos le llevó a lomos 500 ejemplares en los que se resumía el
conocimiento humano. Li Fu, el buscador de luz,
se apesadumbró. No le daría tiempo a leer todo. Pidió a la comisión que
redujeran el volumen de lo escrito, reduciéndolo a lo esencial.
Siguieron pasando los años, otras dos
largas décadas. Li Fu se resistía a morir sin tener el resultado de su
búsqueda. Llegó otra vez la caravana. Todo se había condensado en 70 volúmenes.
El ya anciano Li Fu vió horrorizado que tampoco podría absorber lo escrito esta
vez. Su salud se resentía y urgió a sus colaboradores a condensarlo al mínimo. Pasaron aún varios años y el emperador se
sentía morir. Mandó llamar al responsable de la obra y se agarró a él en sus ya
últimos momentos. Inquirió sobre el resultado y el sabio le susurró al
moribundo: Nacieron, sufrieron y murieron.
Cuenta la historia que Li Fu “el
Buscador”, el justo y amado del pueblo murió en paz. Nadie se preguntó si el
rictus de su cara era de paz o de dolor. Quizá en este caso la muerte fue un final
feliz. Lo es cuando el dolor o la angustia son fuertes y la muerte parece
liberarnos de ellos. Pero solo en ese caso. La muerte no es nunca
feliz por regla general, ni debe serlo o puede serlo.
La vida nos incita, nos lleva o la
forzamos a que nos lleve por los caminos que nuestra rebeldía nos marca. Llega
un momento en que el cuerpo se cansa y se agota, no la mente. La mente abandona
porque el cuerpo se queja. ¡Que clara tenía la mente! expresiones así de asombro
por los que mueren en plenas facultades y con el cuerpo agotado son habituales. Es lo que
debería ser. El ejercicio de la mente nos impide ser acomodaticios si el cuerpo
sigue. Por ello la ingeniería genética y la ciencia médica son positivas en
este caso. Morir en plenas facultades no es nunca feliz. Quizá si necesario,
pero ¿feliz? Cuando estás en la fiesta y te lo pasas
bien ¿es alegre la partida? Claro que ello supone una vida con un nivel mínimo.
Pero no hay que confundir la felicidad de la muerte con las posibilidades
materiales.
Morir como broche de una vida es dejar
paso; pero no es necesario morir, aunque si conveniente. No contar ya, estar
apartado y saber que la experiencia pasada no es transmisible es desde luego un dolor. Y si
hay dolor, hay que acabar con él. Muerte si. Lo más tranquila posible, pero aún
así cuesta de asimilar. Nunca será feliz salvo que nuestro apartamiento nos duela
o nuestro cuerpo nos lo pida insistentemente. Siempre nos faltará tiempo, como
a Li Fu. Hay demasiado por conocer y la muerte es la puerta a lo desconocido
que rehusamos traspasar.
La enfermedad, por tanto, es traidora y pesadilla. Nos impide ser y nos aboca a las puertas de algo que queremos evitar y
que debemos afrontar en soledad aunque nos cojamos de la mano. El apoyo físico
más que el moral cuenta aquí. Cuando nos tiramos del trampolín por vez primera
pedimos que nos empujen, no nos basta el aliento del entorno. Necesitamos el
contacto. El día que no tengamos cuerpo o nos fundimos en uno o enloquecemos de
soledad. La soledad potencia el miedo a lo desconocido y ése es el gran terror que nos lleva a aguantarlo todo mientras nos permita poder predecir el mañana.
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