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viernes, 9 de noviembre de 2018

Soy mi algoritmo



La libertad existe solo en la tierra de los sueños.
(Friedrich Schiller)

Nada es más difícil y por tanto más querido que la capacidad de decidir.
(Napoleón Bonaparte)

El mayor enemigo de la libertad es el hedonismo.
(Ibrahim S. Lerak, Cuaderno de notas)




En la última reunión del círculo se abordó el tema de la predestinación y de la libertad por consecuente. Un tema casi eterno el de la libertad, pero que tras la conferencia del ponente se vio de otro modo. Esto fue lo que nos contó:

-- Seguir el dictado de las emociones puede que sea producto de la necesidad de sobrevivir del hombre. Ya en el cerebro límbico aparece la supervivencia como primer fin y las emociones en cierto modo nos alertan para poder seguir con vida. Lo que no es antiguo y quizá tampoco natural es creer en la libertad humana. Durante miles de años se aceptaba que era el más fuerte quien decía lo que estaba bien o mal; posteriormente fue la religión la que marcó las reglas divinas de obligado cumplimiento, tanto si eran con recomendaciones de guerra (Deuteronomio 20) como si eran de paz (Lucas 6:29).  Solo en los últimos siglos el origen de la autoridad ha pasado de las deidades celestiales a los humanos de carne y hueso y ahora pasa de las personas a la Inteligencia Artificial (IA), o algoritmos como se llama a lo que parece que es la ley que rige nuestras acciones individuales analizadas por la tecnología informática asociada a los medios de comunicación.

El análisis de los macrodatos no deja en buen lugar a la impredecibilidad que se debería derivar de una libertad de pensamiento y acción. El libre albedrío se convierte en una idea romántica, una ilusión de un tiempo en el que no sabíamos nada de nosotros mismos. La ciencia va mostrando que en realidad emociones y sentimientos han pasado a ser simples reacciones químicas usadas para sobrevivir y reproducirnos. Las emociones no se basan en la intuición, en la inspiración ni en la libertad, son solo cálculos de supervivencia. No nos damos cuenta de ello porque el cálculo es tan rápido y realizado por el subconsciente, que creemos que nace de nosotros sin estar prefijado por vivencias y experiencias anteriores. Nuestras fobias y filias parecen resultado racional del libre albedrío. Pero solo lo parecen. El miedo aparece cuando el cálculo indica probabilidad de muerte; los sentimientos de atracción sexual cuando los algoritmos bioquímicos muestran un apareamiento o una vinculación deseada; la indignación o remordimiento e incluso el perdón son mecanismos de estabilidad de grupo. Las emociones no son lo opuesto a la racionalidad: encarnan la racionalidad evolutiva.

Antes era razonable creer en el libre albedrío, porque el razonamiento se creía que estaba formado por causas internas, invisibles e impredecibles desde fuera. Sin embargo, la información derivada del uso de los algoritmos informáticos que cruzan los datos de nuestros hábitos, acciones y opiniones públicas (en redes sociales o intervenciones en cualquier medio público o informático) sustituyen mejor a las emociones dando una mayor exactitud y precisión en lo que nos conviene. Donde mejor se ve es en medicina. Son las máquinas las que dictaminan nuestro estado, nuestra evolución y el tratamiento a seguir. No es ciencia ficción avanzada pensar en un chequeo diario en casa y un cambio automático en la alimentación o en la rutina semanal para mejorar nuestro estado.

Pero justo por esto es probable que estemos enfermos siempre, porque siempre hay algo que puede mejorar en algún lugar del cuerpo. Antes si no notábamos dolor o no padecíamos una discapacidad visible nos considerábamos sanos. En breve, los sensores biométricos (subcutáneos o no), con algoritmos de macrodatos podrán diagnosticar y tratar enfermedades mucho antes de que generen dolor o produzcan discapacidad. Como resultado, siempre estaremos en un pre-tratamiento de alguna enfermedad y siguiendo una recomendación algorítmica. Si nos negamos, quizá nuestro seguro sanitario quede invalidado, o nuestro jefe nos despida: ¿por qué habrían de pagar ellos el precio de nuestra testarudez?

Lo que ya ocurre en medicina sucede cada vez más en más ámbitos. Los factores clave son el sensor biométrico que convierte procesos biológicos en información electrónica que los ordenadores almacenan y analizan, y la información que generamos al usar un ordenador. Pensemos en los relojes modernos que miden incluso el ritmo cardíaco, que requieren una aplicación que almacena los datos en la red. La información está disponible voluntariamente e invita a que alguien la recopile y la use.

Con suficientes datos y capacidad de análisis, el procesamiento de datos puede acceder a todos nuestros deseos, decisiones, opiniones y extraer conclusiones y obligaciones. Estos algoritmos saben con exactitud quiénes somos. La mayoría de la gente no nos conocemos muy bien a nosotros mismos, pero los ordenadores pueden anticipar lo que nos interesa y corregir nuestros errores. No hace mucho escribí un correo electrónico en el que mencionaba un archivo adjunto. Al enviarlo no me olvidé de incluir el archivo porque Windows me abrió una ventana en la que me decía que no había adjuntado el archivo que mencionaba en el texto y me preguntaba si era queriendo o era un error. Sin respuesta no se podía enviar el correo.

Mientras navegamos por la web o leemos noticias o miramos las novedades en una red social los algoritmos lo supervisan y analizan; las cookies le dirán a la empresa anunciante que si quiere vendernos algún producto, será mejor que en los anuncios utilice al chico descamisado o a una chica sin blusa o a un elefante rosa en función de quien vea el anuncio, aunque sea de pasada. Ya hoy nos cuestionamos si esto no se debe hacer abiertamente y nos interesa compartir la información a fin de obtener productos y recomendaciones adaptados a nuestras necesidades y gustos personales y, al final, para hacer que el algoritmo decida por nosotros. Es más cómodo, estamos en la cultura de la facilidad, del no esfuerzo, en la sociedad gaseosa, un paso más allá de la liquida. Un grupo de amigos que chatea a menudo y se intercambia información sea desde el móvil o desde el ordenador recibe sugerencias que se acomodan a todos. Una especie de mínimo común múltiplo para el grupo. Cuando se propone una actividad alguien sugiere lo que ha visto anunciado y casi todos están de acuerdo pues les suena. Es una manipulación, sí, pero hasta cierto punto deseada ya que no es necesario pensar ni decidir ni discutir. Llega a ser tan inconsciente que parece que la decisión la haya hecho el grupo.

Pero el algoritmo va incluso mucho más allá. Ya hay programas capaces de detectar las emociones en base al movimiento de nuestros ojos y músculos faciales. Nuestra imagen no solo sirve de contraseña, da más información. Analizando los momentos de alegría y lo que la rodea el programa aprende lo que nos hace reír, lo que nos entristece y lo que nos aburre. Lo sabe todo… y lo predice todo. Sin que lo sepamos nos encamina a decidir lo que queremos cuando en realidad no decidimos, sino que optamos por lo fácil que nos da una satisfacción inmediata. Y lo peor es que no se equivoca o no se equivoca tanto como haríamos nosotros si actuáramos libres de influencias.

Nuestros sensores biométricos dan información de nuestro ritmo cardíaco, nuestra tensión sanguínea y nuestra actividad cerebral. Mientras vemos una película, por ejemplo, el algoritmo puede advertir qué escena nos causa una determinada emoción por mínima que sea su demostración. Incluso si la risa es falsa, pues cuando uno se obliga a reír emplea circuitos cerebrales y músculos distintos que cuando nos reímos porque algo nos parece realmente divertido. Las personas no suelen detectar la diferencia. Pero un sensor biométrico o una cámara sí. Recordemos que los micrófonos y las cámaras de los ordenadores tienen nuestro permiso para despertarse cuando quieran y usar nuestros datos.

Todo lo que hacemos deja rastro y quienquiera que posea la información adecuada conoce nuestro tipo de personalidad y cómo pulsar nuestros botones emocionales. Tampoco es ciencia ficción lejana imaginar la escena de alguien que consulta a Google las decisiones importantes que debe tomar como qué estudiar, dónde trabajar y con quién casarse. El algoritmo no tiene que ser perfecto. Solo necesita ser, mejor que nosotros. Y eso no es muy difícil, porque la mayoría de las personas cometemos terribles equivocaciones en las decisiones más importantes de nuestra vida. La memoria es siempre infiel pero el programa recuerda todo. Para vivir más fácilmente y sin esfuerzo fiarse del algoritmo es la mejor alternativa.

En las últimas décadas, millones de personas hemos confiado al algoritmo de Google la búsqueda de información relevante y fidedigna. Hoy en día, la «verdad» viene definida por los primeros resultados de la búsqueda de Google. Esto ha ido ocurriendo también con las capacidades físicas, como el espacio para orientarse y navegar. La gente pide a Google que la guíe y si el teléfono inteligente falla, se encuentra completamente perdida.

Cuando queramos saber que carrera estudiar se lo preguntaremos a Google y Google podrá decirnos que perderemos el tiempo en la Facultad de Física o en la academia de ballet, que lo nuestro es la psicología o la ebanistería. Si la IA decide mejor que nosotros las carreras e incluso las relaciones, nuestro concepto de la humanidad y de la vida tendrá que cambiar. Estamos acostumbrados a pensar en la existencia como una sucesión de toma de decisiones. En ello radica la grandeza del hombre. Vemos al individuo como un agente autónomo que no para de tomar decisiones sobre el mundo. Las obras de arte (ya sean las obras de teatro de Shakespeare, las novelas de Jane Austen o las comedias de Hollywood) suelen centrarse en que el o la protagonista ha de tomar alguna decisión particularmente crucial. ¿Ser o no ser? ¿Hacer caso a mi mujer y matar al rey Duncan, o hacer caso a mi conciencia y perdonarlo? ¿Casarme con el señor Collins o con el señor Darcy? Las teologías cristiana y musulmana se centran de manera parecida en el drama de la toma de decisiones y aducen que la salvación o la condena eterna depende de haber sabido tomar la decisión correcta.

¿Qué pasa con esta forma de entender la vida si cada vez confiamos más en la IA para que tome las decisiones por nosotros?  Una vez que empecemos a contar con la IA para decidir qué estudiar, dónde trabajar y con quién casarnos, la vida dejará de ser una sucesión de toma de decisiones. Imaginemos a Anna Karenina sacando su teléfono inteligente y preguntándole al algoritmo de Facebook si debe seguir casada con Karenin o fugarse con el conde Vronsky. O imaginemos a Hamlet o Macbeth con todas las decisiones cruciales tomadas por el algoritmo de Google.  Llevarían una vida mucho más confortable, pero ¿qué tipo de vida sería exactamente? ¿Tenemos modelos para dar sentido a una existencia de este tipo? ¿Es la que realmente queremos?

Cuando la autoridad se transfiera totalmente a los algoritmos, quizá ya no veamos el mundo como individuos autónomos que se esfuerzan para tomar las decisiones correctas. Seremos (ya lo somos) minúsculos chips dentro de un gigantesco sistema de procesamiento de datos que nadie entiende en realidad. A medida que gobiernos y empresas puedan acceder a nuestro sistema operativo y descifrarnos, en algunos países y en determinadas situaciones, quizá a la gente no se le dé ninguna opción y se vea obligada a obedecer las decisiones de los algoritmos de macrodatos.

¿Ciencia ficción? Ya sufrimos el bombardeo de publicidad y propaganda dirigidos con mucha precisión que nos lleva a gastar y actuar de un modo teledirigido (influencia en varios productos, pero también en elecciones como se ha visto en los EE.UU.) Nuestras opiniones y emociones resultan tan fáciles de identificar y manipular que ya nos fiamos de los algoritmos y pedimos directamente que elijan por nosotros la ruta a seguir en nuestra vida. La libertad, el libre albedrío, no es más que una entelequia.


Se alargó la tertulia tras escuchar que la libertad si alguna vez existió iba a ser cada vez más menguante. Separar religión y cultura heredada de la idea abstracta no es fácil, pero eso sí, todos pudimos opinar libremente... o al menos eso creímos con permiso del algoritmo.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Sobre la culpa


Donde hay culpa no puede haber excusa pues la voluntad no puede ser forzada.
(F. Diego de Estella)

La culpa permite olvido y perdón.
(Francisco Manuel de Melo)

Cuando te sientas culpable analiza si realmente lo eres, si lo eres aprende a pensar antes y si no lo eres, aprende a creer en ti.
(Ibrahim S. Lerak, Cuaderno de notas)


La reunión del círculo este mes trató sobre la culpa, ese "algo" que no nos hace sentir bien y muy manido en religión y en los procesos de autoestima. Todo converge hacia una liberación del sentimiento de culpa. Hay que dejarlo ir dicen unos, hay que sentirlo para mejorar dicen otros. Nuestro ponente nos dio su visión y algunas afirmaciones provocaron que la tertulia fuera larga y viva. En esencia nos dijo:

La palabra culpa proviene del latín “culpa” que significa falta o imputación. En griego culpa y causa son la misma palabra: aitía. Lo que se provoca tiene consecuencias y si son negativas aparece la culpa. Este sentimiento también puede estar presente cuando se omite de manera intencionada un hecho. Por lo tanto podríamos decir que la culpa es la negligencia o acción imprudente que perjudica a otra persona pudiendo llegar a provocar una sanción de tipo legal. Pero en realidad esto es la responsabilidad por el acto realizado. No es la culpa emocional. Responsabilidad y culpa van de la mano, pero no son lo mismo.

La culpa es un sentimiento y está relacionada con otra emoción más básica: la vergüenza. Confundir culpa con vergüenza incrementa el malestar emocional ya que al mezclarse se retroalimentan entre sí. Mientras que la culpa aparece ante el dolor por el daño causado, la vergüenza se experimenta cuando nos percibimos con la falta de una habilidad o capacidad que se presumía deberíamos tener. 

El sentimiento de culpa, si no lo tratamos bien interiormente, nos acompaña toda la vida creando un vacío negativo en nuestra personalidad. Nos frena y nos impide ser lo que queremos ser. Se nos imbuye desde pequeños (aparece ya con 3 o 4 años) y nos lleva a entender que no somos libres, que todo lo que hacemos repercute en los demás y que si esto es negativo, no solo somos responsables de ello sino que debemos considerarnos causantes y arrepentirnos. Nos generan un responsabilidad de nuestros actos y pensamientos para obrar en función de un bien teórico establecido por otros y sobre nosotros. Nos enseñan a entender la vida como un juego de obligaciones y responsabilidades sin dejarnos ser libres y siempre en dependencia de los demás hasta lo enfermizo. Un círculo vicioso que acaba produciendo una infelicidad constante ya que mata la individualidad. 

En la educación el sentimiento de culpa se usa para manipularnos. En la moral ocupa un lugar fundamental para guiar la forma de obrar en el modo en el que se considera que todos deberíamos actuar. Nos enseñan a sentirnos culpables de que nuestra acción no tenga el efecto previsto por otros y sea percibida como negativa. Es evidente que es un sentimiento forzado, imbuido, postizo; pero necesario para adaptarnos al entorno. La culpa frena la libertad haciéndonos pensar en el prójimo. Por ello debe ser dolorosa y crear el sentido de falta, de haber ido más allá de las normas éticas personales o sociales. Su función es hacer consciente al sujeto que ha hecho algo mal para facilitar los intentos de reparación. Una reparación que solo tiene función social en realidad. 

Para que haya culpa han de darse tres elementos: un acto causal que puede ser real o imaginario, su auto-valoración negativa por haber producido un daño y los remordimientos, la emoción negativa derivada de la culpa. Hay dos tipos de culpa: la sana y la mórbida. Culpa sana es la que aparece tras causar un perjuicio real a alguien. Es la que nos ayuda a respetar las normas y a no perjudicar a los demás. Es un castigo que conlleva una responsabilidad y un remordimiento. La culpa mórbida es la que se siente aunque no haya existido una falta objetiva que justifique este sentir. Esta culpa es destructiva y no ayuda a integrarnos en la sociedad. Suele darse por exceso como en la depresión o por defecto como en los casos de perfeccionismo.

La culpa está asociada a una responsabilidad y a un remordimiento, tiene un fin social pero es estrictamente personal. También está asociada a la libertad. Para Aristóteles si se actúa por necesidad uno no es culpable (pero si responsable) puesto que para poder sentirse culpable uno debe obrar libremente y no de modo obligado. Un soldado del pelotón de fusilamiento que obedece órdenes será responsable, pero por no ser libre de acción no será culpable si ejecuta a un reo siguiendo una orden. Claro que esto nos lleva al tema de la libertad, de si hay comportamientos libres o no. En un entorno determinista total no hay culpa ya que todo está prefijado de antemano. O
brar libremente significa también sin la influencia de las pasiones, es decir con las emociones contenidas, con metriopatía pero la responsabilidad sí existe ya que la acción se produce. En otras palabras, sin libertad y sin emoestabilidad --entendida como contención de las pasiones-- no deberíamos sentirnos culpables por nuestras acciones. Algo muy diferente de lo que nos exige la sociedad y de lo que la religión cristiana nos impone.

Según santo Tomás, el equilibrio entre las pasiones es prácticamente imposible. El hombre es incapaz de contenerlas. Además en la libertad del individuo no solo actúan fuerzas internas, sino causas sociales como las costumbres que nos llevan a actuar sin pensar y por imitación. Para estar libres del sentimiento de culpa deberíamos pensar antes de actuar en todo momento. ¿Se puede? Pensar es algo que se hace sin ser conscientes de ello, se produce sin que lo notemos. Es lo que Descartes llama conciencia, el conocimiento inmediato de la actividad que realizo. Inmediato en tiempo y en acción. El sentimiento de culpa es entonces solo debido a la precipitación por no pensar antes de actuar. ¿Podemos reflexionar ante cada acción? Posiblemente solo en teoría y en otra sociedad diferente. Si resulta que actuamos obligados sea por las prisas o por otros motivos internos como las emociones o externos como la imposición social (no olvidemos que la prisa también es una imposición social) entonces... entonces no deberíamos sentirnos culpables más que en contadas ocasiones y aún así no tendríamos razón para sentirnos culpables. La culpabilidad es imbuida, no es un sentimiento natural.

....Fue larga y variada la discusión que siguió. Acabamos muy tarde, pero nadie se sintió culpable por ello.





miércoles, 8 de mayo de 2013

Libertas Inestimabilis Res Est







(del Cuaderno de Notas de Ibrahim S. Lerak)


                                                                          Die Freiheit und die Liebe                   
                                                                          sind meine beiden Triebe;
                                                                          für die Liebe opfre ich den letzten Hauch
                                                                          für die Freiheit opfre ich die Liebe auch
                                                    
                                                                          Sandor Petöfi*

  
   A través de la espesa selva avanza rápido Serog, casi despreocupadamente. La jungla solo traiciona a quién no la conoce y él se identifica con esta zona de magna vegetación. Conoce bien los recodos y las sendas. Le han enseñado a leer las más insospechadas señales. Es un buen Kreen-Akrore y nada ha de temer, ¿acaso no le ha elegido la tribu especialmente para esta misión? Más adelante, cuando llegue a los pantanos deberá ser precavido; allí la seguridad depende de muchos factores, algunos externos a él.

   Hace ya una luna que la tribu se reunió para discutir el problema. Los viejos consejeros del jefe querían evitarlo; pero los jóvenes, alentados por los rumores que habían llegado a la selva –rumores traídos por el viento y esparcidos por otras tribus- exigían la confirmación. Era necesario hacer algo para solucionar el problema y mantener a la tribu unida. Por eso el consejo de ancianos decretó la partida de Serog. Disponía de cuatro lunas para volver. Si agotado el plazo no hubiera vuelto, la tribu seguiría como hasta entonces y si volvía...., si volvía, dependía de él. Sabía que los jóvenes tendrían en ese momento los ojos y la esperanza puestos en él. Todos le envidiaban. Pero él, Serog, había demostrado ser el mejor, el más aventajado de los Kreen-Akrore y por ello resultó elegido.

   Todavía no sabía cuanto faltaba. Las noticias que dieran otras tribus indicaban que iba en la dirección correcta. No podía faltar demasiado. Tal vez al cruzar la marisma viese recompensados sus esfuerzos. No podía ni debía fallar. Al anochecer hizo una fogata y se preparó para descansar. A su lado dejó la lanza, preparada ante cualquier eventualidad. De su cinto pendía el cuchillo que le había regalado el jefe. El arma fue encontrada un día durante una jornada de caza y desde entonces era considerada signo de buen augurio. Su posesión implicaba la benevolencia de los dioses. Desde el día en que fue hallado – en época del abuelo de su abuelo- solo el jefe estaba autorizado a llevarlo. Y ahora le pertenecía a él, a Serog, en señal de aliento ante la dificultad de la misión encomendada. El amanecer acabó con su dormitar lleno de fantasías, anhelos y supersticiones. Innumerables murmullos parecían brotar de entre los árboles; pero ninguno de ellos mostraba nada anormal. Serog se levantó y tras acabar la pieza cobrada el día anterior prosiguió su marcha incierta, dejándose guiar por el instinto, atraído por la aventura y pensando en que a su vuelta –y tras la muerte del jefe- sería él quien dirigiese a los Kreen-Akrore.

   No cabe duda de que los dioses le son favorables. Hasta ahora no ha tenido dificultades. A veces piensa con nostalgia en lo que ha dejado atrás, en todo lo que significa para él. Cuando el sol alcanza su cenit, Serog llega al lago. Le falta poco para alcanzar el pantano, que ha de significar la realización de su misión. Como respuesta al pesado calor que envuelve al día, Serog penetra en la laguna para refrescarse y relajar su cuerpo del esfuerzo realizado. Tras un breve juego con las aguas azul-verdes se impone la necesidad de proseguir la marcha. A media tarde alcanza el pantano. Las precauciones en esta zona deben ser extremas. Aquí la naturaleza es acérrima enemiga del hombre. Parece como si quisiera permanecer inhollada y virgen, desafiando a quienes pretenden conocerla. Incluso el valeroso Serog siente el mágico poder que emana la espesura. Cautelosamente, paso a paso, se interna el kreen-akrore en la vegetación. Su mente, en constante alerta, capta todos los ruidos y su mano está presta a la defensa en todo instante. La selva parece indiferente a este caminante solitario que avanza con precaución. Pero la indiferencia es solo aparente, las obscuras fuerzas naturales se combinan –gobernadas por el designio de algún dios herido por la osadía- y golpean al invasor que profana el recinto sagrado.

   Cuando Serog despierta no reconoce el terreno. El pantano ha desaparecido misteriosamente. ¿Acaso ha muerto? Busca en su memoria el recuerdo de lo acaecido y solo halla una parte: finalmente cayó en el pantano, recuerda haber gritado aunque no puede asegurarlo. Luego....., luego nada; hasta ahora que despierta sin saber donde se halla. La selva aquí es más clara y el sol se alza majestuosamente a medio recorrido. Serog se incorpora. Súbitamente le alerta un ruido cercano; contra la tupida vegetación se recorta la silueta de un hombre extraño y complicada vestimenta; de pálida tez, algo en su porte le hace arrogante. Los pensamientos se agolpan febrilmente en Serog: primero cree ver un dios, luego una ilusión y finalmente recuerda los rumores del viento. Vanamente busca su lanza y su cuchillo. Valiente Serog se acerca al blanco, lentamente, con cuidado, pues ha oído (¿dónde? ¿cuándo?) que los blancos pueden ser más peligrosos que toda la jungla. El blanco, tras un corto lapso de indecisión avanza y efectúa un movimiento que no precisa traducción: sonríe con las manos extendidas en señal universal de paz y respeto. Serog sonríe también, imita el gesto y, más confiadamente, se acerca al extraño. No obstante está tenso; prevé la culminación de su misión. Los rumores eran ciertos; debe pues, ser cauteloso a pesar de todo.

************************

   El galopar del tiempo cambió la luna. Durante este tiempo Serog ha convivido con el blanco, a quien ha considerado sucesivamente dios, ser superior y amigo. El blanco le ha enseñado muchas cosas, le explicó como la casualidad quiso que le salvase del pantano al atraerle el grito lanzado por Serog. Éste, contento ha recobrado su preciado cuchillo –símbolo de poder y benevolencia de los dioses- y aprende cosas que hasta ahora consideraba inexplicables o mágicas. Al principio les costó entenderse, pero el blanco hablaba como otras tribus y finalmente la comunicación fue posible. La mayor dificultad radicaba en la concreción de términos abstractos que Serog interpretaba como leyes naturales. Conceptos como “sociedad” y “alma” eran fáciles, pero no sus implicaciones. Serog entendía las definiciones “per se” aunque no concebía la necesidad de muchas de las cosas que le eran explicadas.
- Comprendo que vuestras tribus se unan para vivir juntas, pero ¿con qué objeto concreto? ¿por qué no cazan o cultivan cada una de ellas su parte?
El blanco contestaba casi siempre en los mismos términos:
- El avance de la sociedad exige este sacrificio. El hombre vive mejor si se reúne y coordina sus esfuerzos. Así se hacen más poderosas todas nuestras tribus, crean armas y distribuyen mejor la riqueza. Todos son iguales y todos están mejor atendidos.

   Las conversaciones entre Serog y el blanco se hacían interminables; Serog inquiría cada vez más y el blanco respondía siempre con ideas, con teorías y con pocos hechos concretos que entendiese Serog.


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   Serog atraviesa otra vez la madre jungla que tanto le ha dado. Vuelve a estar en territorio de caza de su tribu, los nómadas Kreen-Akrore. No obstante, le quedan todavía muchos días para alcanzarla. En su corazón late una agridulce mezcla de pena y alegría. Su andar es mecánicamente ágil, pero su espíritu está turbado. Poco ha que cruzó la primera tribu en su camino de regreso. Le preguntaron por su misión; querían saber si existía el blanco, si había que acatarle o combatirle.

- El blanco no existe, es un rumor falso; el viento lo creó y el viento se lo llevó. Breve, casi cortante había estado Serog en su respuesta. En su rostro ningún músculo traicionó su máscara estática. Era cierto. El blanco ya no existía. Lo había matado él. A su amigo. A quien le salvara la vida. Aquél de quien tanto aprendiera ya no existía. Murió porque era una amenaza. También era una promesa de nueva vida, de una nueva era que indefectiblemente llegaría y que acabaría imponiéndose; pero Serog tuvo que matarle. Recordaba sus dudas y sentía el temor de haberse equivocado. Y sin embargo así debía ser. En sus largas conversaciones con el blanco descubrió que su amigo no era libre.
­
- Entonces ¿las tribus blancas no son libres para decidir sus intereses? ¿Tampoco es libre el blanco a pesar de su unión?
Varias veces lo discutieron y la respuesta era negativa.
- No, el blanco no es libre, debe resignarse a perder su libertad en bien de la sociedad. Sus actos están marcados por unas pautas que evolucionan demasiado lentamente. Pero es en bien del progreso y de la comunidad.

   Puesto que el blanco no era libre no debía amenazar la libertad de los demás; y entre los demás estaban los Kreen-Akrore. Serog decidió. Prefería ser bárbaro, pero libre. La libertad, decían los ancianos, es la máxima cualidad del hombre. Sin ella la vida carece de sentido. Y tenían razón.

Serog no sería jamás jefe de la tribu a la que había condenado al nomadismo por algunos años más, hasta que volviese otro blanco y les venciese; pero, mientras, seguirían totalmente libres.

  
  
* Traducción del encabezamiento:
    
     La libertad y el amor
     son mis dos motivaciones;
     por el amor sacrifico hasta el último aliento,
     por la libertad incluso el amor.