miércoles, 8 de mayo de 2013

Libertas Inestimabilis Res Est







(del Cuaderno de Notas de Ibrahim S. Lerak)


                                                                          Die Freiheit und die Liebe                   
                                                                          sind meine beiden Triebe;
                                                                          für die Liebe opfre ich den letzten Hauch
                                                                          für die Freiheit opfre ich die Liebe auch
                                                    
                                                                          Sandor Petöfi*

  
   A través de la espesa selva avanza rápido Serog, casi despreocupadamente. La jungla solo traiciona a quién no la conoce y él se identifica con esta zona de magna vegetación. Conoce bien los recodos y las sendas. Le han enseñado a leer las más insospechadas señales. Es un buen Kreen-Akrore y nada ha de temer, ¿acaso no le ha elegido la tribu especialmente para esta misión? Más adelante, cuando llegue a los pantanos deberá ser precavido; allí la seguridad depende de muchos factores, algunos externos a él.

   Hace ya una luna que la tribu se reunió para discutir el problema. Los viejos consejeros del jefe querían evitarlo; pero los jóvenes, alentados por los rumores que habían llegado a la selva –rumores traídos por el viento y esparcidos por otras tribus- exigían la confirmación. Era necesario hacer algo para solucionar el problema y mantener a la tribu unida. Por eso el consejo de ancianos decretó la partida de Serog. Disponía de cuatro lunas para volver. Si agotado el plazo no hubiera vuelto, la tribu seguiría como hasta entonces y si volvía...., si volvía, dependía de él. Sabía que los jóvenes tendrían en ese momento los ojos y la esperanza puestos en él. Todos le envidiaban. Pero él, Serog, había demostrado ser el mejor, el más aventajado de los Kreen-Akrore y por ello resultó elegido.

   Todavía no sabía cuanto faltaba. Las noticias que dieran otras tribus indicaban que iba en la dirección correcta. No podía faltar demasiado. Tal vez al cruzar la marisma viese recompensados sus esfuerzos. No podía ni debía fallar. Al anochecer hizo una fogata y se preparó para descansar. A su lado dejó la lanza, preparada ante cualquier eventualidad. De su cinto pendía el cuchillo que le había regalado el jefe. El arma fue encontrada un día durante una jornada de caza y desde entonces era considerada signo de buen augurio. Su posesión implicaba la benevolencia de los dioses. Desde el día en que fue hallado – en época del abuelo de su abuelo- solo el jefe estaba autorizado a llevarlo. Y ahora le pertenecía a él, a Serog, en señal de aliento ante la dificultad de la misión encomendada. El amanecer acabó con su dormitar lleno de fantasías, anhelos y supersticiones. Innumerables murmullos parecían brotar de entre los árboles; pero ninguno de ellos mostraba nada anormal. Serog se levantó y tras acabar la pieza cobrada el día anterior prosiguió su marcha incierta, dejándose guiar por el instinto, atraído por la aventura y pensando en que a su vuelta –y tras la muerte del jefe- sería él quien dirigiese a los Kreen-Akrore.

   No cabe duda de que los dioses le son favorables. Hasta ahora no ha tenido dificultades. A veces piensa con nostalgia en lo que ha dejado atrás, en todo lo que significa para él. Cuando el sol alcanza su cenit, Serog llega al lago. Le falta poco para alcanzar el pantano, que ha de significar la realización de su misión. Como respuesta al pesado calor que envuelve al día, Serog penetra en la laguna para refrescarse y relajar su cuerpo del esfuerzo realizado. Tras un breve juego con las aguas azul-verdes se impone la necesidad de proseguir la marcha. A media tarde alcanza el pantano. Las precauciones en esta zona deben ser extremas. Aquí la naturaleza es acérrima enemiga del hombre. Parece como si quisiera permanecer inhollada y virgen, desafiando a quienes pretenden conocerla. Incluso el valeroso Serog siente el mágico poder que emana la espesura. Cautelosamente, paso a paso, se interna el kreen-akrore en la vegetación. Su mente, en constante alerta, capta todos los ruidos y su mano está presta a la defensa en todo instante. La selva parece indiferente a este caminante solitario que avanza con precaución. Pero la indiferencia es solo aparente, las obscuras fuerzas naturales se combinan –gobernadas por el designio de algún dios herido por la osadía- y golpean al invasor que profana el recinto sagrado.

   Cuando Serog despierta no reconoce el terreno. El pantano ha desaparecido misteriosamente. ¿Acaso ha muerto? Busca en su memoria el recuerdo de lo acaecido y solo halla una parte: finalmente cayó en el pantano, recuerda haber gritado aunque no puede asegurarlo. Luego....., luego nada; hasta ahora que despierta sin saber donde se halla. La selva aquí es más clara y el sol se alza majestuosamente a medio recorrido. Serog se incorpora. Súbitamente le alerta un ruido cercano; contra la tupida vegetación se recorta la silueta de un hombre extraño y complicada vestimenta; de pálida tez, algo en su porte le hace arrogante. Los pensamientos se agolpan febrilmente en Serog: primero cree ver un dios, luego una ilusión y finalmente recuerda los rumores del viento. Vanamente busca su lanza y su cuchillo. Valiente Serog se acerca al blanco, lentamente, con cuidado, pues ha oído (¿dónde? ¿cuándo?) que los blancos pueden ser más peligrosos que toda la jungla. El blanco, tras un corto lapso de indecisión avanza y efectúa un movimiento que no precisa traducción: sonríe con las manos extendidas en señal universal de paz y respeto. Serog sonríe también, imita el gesto y, más confiadamente, se acerca al extraño. No obstante está tenso; prevé la culminación de su misión. Los rumores eran ciertos; debe pues, ser cauteloso a pesar de todo.

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   El galopar del tiempo cambió la luna. Durante este tiempo Serog ha convivido con el blanco, a quien ha considerado sucesivamente dios, ser superior y amigo. El blanco le ha enseñado muchas cosas, le explicó como la casualidad quiso que le salvase del pantano al atraerle el grito lanzado por Serog. Éste, contento ha recobrado su preciado cuchillo –símbolo de poder y benevolencia de los dioses- y aprende cosas que hasta ahora consideraba inexplicables o mágicas. Al principio les costó entenderse, pero el blanco hablaba como otras tribus y finalmente la comunicación fue posible. La mayor dificultad radicaba en la concreción de términos abstractos que Serog interpretaba como leyes naturales. Conceptos como “sociedad” y “alma” eran fáciles, pero no sus implicaciones. Serog entendía las definiciones “per se” aunque no concebía la necesidad de muchas de las cosas que le eran explicadas.
- Comprendo que vuestras tribus se unan para vivir juntas, pero ¿con qué objeto concreto? ¿por qué no cazan o cultivan cada una de ellas su parte?
El blanco contestaba casi siempre en los mismos términos:
- El avance de la sociedad exige este sacrificio. El hombre vive mejor si se reúne y coordina sus esfuerzos. Así se hacen más poderosas todas nuestras tribus, crean armas y distribuyen mejor la riqueza. Todos son iguales y todos están mejor atendidos.

   Las conversaciones entre Serog y el blanco se hacían interminables; Serog inquiría cada vez más y el blanco respondía siempre con ideas, con teorías y con pocos hechos concretos que entendiese Serog.


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   Serog atraviesa otra vez la madre jungla que tanto le ha dado. Vuelve a estar en territorio de caza de su tribu, los nómadas Kreen-Akrore. No obstante, le quedan todavía muchos días para alcanzarla. En su corazón late una agridulce mezcla de pena y alegría. Su andar es mecánicamente ágil, pero su espíritu está turbado. Poco ha que cruzó la primera tribu en su camino de regreso. Le preguntaron por su misión; querían saber si existía el blanco, si había que acatarle o combatirle.

- El blanco no existe, es un rumor falso; el viento lo creó y el viento se lo llevó. Breve, casi cortante había estado Serog en su respuesta. En su rostro ningún músculo traicionó su máscara estática. Era cierto. El blanco ya no existía. Lo había matado él. A su amigo. A quien le salvara la vida. Aquél de quien tanto aprendiera ya no existía. Murió porque era una amenaza. También era una promesa de nueva vida, de una nueva era que indefectiblemente llegaría y que acabaría imponiéndose; pero Serog tuvo que matarle. Recordaba sus dudas y sentía el temor de haberse equivocado. Y sin embargo así debía ser. En sus largas conversaciones con el blanco descubrió que su amigo no era libre.
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- Entonces ¿las tribus blancas no son libres para decidir sus intereses? ¿Tampoco es libre el blanco a pesar de su unión?
Varias veces lo discutieron y la respuesta era negativa.
- No, el blanco no es libre, debe resignarse a perder su libertad en bien de la sociedad. Sus actos están marcados por unas pautas que evolucionan demasiado lentamente. Pero es en bien del progreso y de la comunidad.

   Puesto que el blanco no era libre no debía amenazar la libertad de los demás; y entre los demás estaban los Kreen-Akrore. Serog decidió. Prefería ser bárbaro, pero libre. La libertad, decían los ancianos, es la máxima cualidad del hombre. Sin ella la vida carece de sentido. Y tenían razón.

Serog no sería jamás jefe de la tribu a la que había condenado al nomadismo por algunos años más, hasta que volviese otro blanco y les venciese; pero, mientras, seguirían totalmente libres.

  
  
* Traducción del encabezamiento:
    
     La libertad y el amor
     son mis dos motivaciones;
     por el amor sacrifico hasta el último aliento,
     por la libertad incluso el amor.





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