La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella, estoy aquí para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales.
(Unamuno, San Manuel Bueno y Mártir)
Lo que hace la grandeza del hombre no es la verdad que posee o cree poseer, es el esfuerzo sincero que realiza para conseguirla. No es gracias a la posesión sino a través de la búsqueda de la verdad que el hombre acrecienta las propias fuerzas y se mejora a sí mismo.
(G.E. Lessing, Eine Duplik)
"Que Isaac me perdone."
(Ibrahim S. Lerak, Cuaderno de notas)
Hacía mucho
que el padre Arnau, cura párroco de Los Castillos, fue ordenado sacerdote. Conocido
como Monseñor por su piedad era muy querido por la feligresía que veía en él un
modelo a seguir, aunque quizás exageraba al proponer el ayuno como método para
luchar contra la tentación.
Un
accidente cercano en el que murieron varios niños y entre ellos su sobrino al
volcar el autobús escolar le hizo enfadarse con Dios. “Si eres todopoderoso,
sabio y misericordioso ¿por qué juegas con nosotros y con las criaturas que has
creado? ¿De qué sirve Tu grandeza al niño tarado, loco o muerto? ¿De qué sirve
Tu misericordia a la gacela cuando es devorada por los depredadores? ¿Es
necesario el sufrimiento de los inocentes?
Eran
las dudas que le inquietaban; no entendía el mal por el mal o sin causa. Tenía
respuestas para la parroquia pero no para su corazón. Pero cada vez ganaba más
terreno la duda abierta y cada vez se veía más alejado del Señor. Cuantas veces
creía haber ganado la batalla se veía luego en sueños preguntando a Dios el
porqué de las guerras; varias veces le había interpelado: “Tú, Padre Celestial
eres eterno, pero nosotros no. Cuando Tu permites una guerra la gente se queda
sin casa, como el Calzones cuando se le quemó y tuvo que dormir en la iglesia
durante tanto tiempo. Esto no es justo, Señor. Los dogmas y la Revelación
sirven para explicar, pero el hombre necesita hechos y no teorías. ¿Por
qué y sobre todo para qué tanto sufrimiento?"
Empezó
a beber para consolarse y ahogar sus dudas. Se escandalizaba él mismo cuando se
veía el juzgando a Dios y culpándole de todo: de las necesidades de su gente,
de las muertes inútiles, de no infundir justicia en el alma del hombre. Le
tildaba de caprichoso e incluso de ser el supremo asesino y por tanto un
egoísta. Sobre la mesa yacía la colección de pipas que heredó de su padre y
algunos paquetes de tabaco regalados por sus feligreses. Tomaba una pipa, la
encendía y al poco la dejaba y la cambiaba por otra que volvía a dejar. Cogía
un libro y lo cerraba sin haberse enterado de nada de lo que había leído. Ni
siquiera a pesar de sus paseos tenía apetito. Probaba muy poco de lo que le
preparaba Prudencia, su ama de llaves, y lo dejaba. Sorbía un trago de agua y
se levantaba rápidamente para prepararse un café que no acabaría.
Tenía
tiempo para sus cada vez más largos paseos, que justificaba con visitas a la
ermita y el cuidado de sus fieles más alejados. Todos los problemas se unían en
él formando una sola pregunta: ¿Para qué tanto sufrimiento? Muchas veces le
habían dado la respuesta en el seminario, pero si entonces se conformó ahora no
le bastaba. La Redención no justifica el dolor del mundo ni sus miserias. Si el
Señor es omnipotente, no cabe duda de que no necesita a Satanás ni de las penas
del infierno y si el Señor no es omnipotente... entonces no es Dios.
El
reverendo padre solo concebía dos soluciones: la de los agnósticos y la de los
ateos. La imposibilidad de saber si hay o no Dios y Juicio Final propugnada por
Tomas Huxley, en cierto modo el creador del agnosticismo, no le solucionaba
nada. Solo quedaba pues, la expuesta por los ateos: no hay Dios ni Juicio. La
vida no es más que producto del azar, de la casualidad. Un desgraciado
incidente cósmico, irrepetible en millones de siglos. Pero si era
irreproducible en tan largo período de tiempo ¿a qué se debía?, ¿Cómo era
posible que un mono escribiera el Quijote al darle pluma y papel? Si solo es
debido al azar ¿ante quién quejarse? ¿A
quién rezar? Y por otra parte ¿quién dio pluma y papel al mono? ¿Y de dónde
procedían la pluma, papel y mono? Claro que ¿de dónde procede Dios?
Si Aristóteles y
Bondi tenían razón al suponer la estructura eterna y cíclica del universo, la
cadena de las generaciones carecía de principio. No importa saber si fue antes
el huevo o la gallina, ni tenían sentido las célebres vías de Santo Tomás. El
cura párroco de Los Castillos dudaba y en su duda, furioso, apostrofó a Dios:
“Escóndete, que también yo lo haré. No puedo servirte si no te conozco”. Se vio
como un vendedor de humo, de falsedades, vendiendo ilusión; una ilusión falsa e inexistente.
En el
espíritu de Pedro Arnau solo quedaba la ira. Renunció a oficiar misa. Decidió
cometer un pecado cada día y ver como reaccionaba Dios si es que lo había; no
dirigirle ni palabra ni pensamiento. No se debe dirigir la palabra a un verdugo
silencioso y desconocido. No se puede orar a un opresor caprichoso. El cura
tenía la secreta esperanza de que ocurriese un milagro. No esperaba la estera
mojada en un tramo seco como en la Biblia, pero si algo extraño, un poder que
refrenase sus impulsos. Sintió ganas de escupir sobre su crucifijo, dudó un
instante y lo hizo. Tuvo un primer impulso de arrepentimiento que rápidamente
contuvo. Nada había variado a su alrededor. Monseñor ya estaba descendiendo al abismo.
Plenamente
borracho le dijo a su ama de llaves que se iba, harto de Dios y de sus estafas. Harto de la burla que significaba la
Iglesia y que se le habían abierto los ojos por fin. Prudencia recordaba la
frase de la despedida:
- Espera aquí, el obispo mandará a otro pastor que cuide de sus ovejas. Dios no se cuida de nosotros, pero los obispos nos vigilan por él.
Pedro
Arnau se fue del pueblo a la ciudad más próxima. En su huida pensó en el
revuelo que causaría la noticia; pensó que quizá el obispo mandaría buscarle y
se le ocurrió la posibilidad de salir, de huir del país. Durante el viaje
lamentó haberse ido "¿acaso hay en el pueblo algo que me impida una nueva
vida?, además ¿qué haré en la ciudad? también el laico necesita cama y comida.
El dinero que llevo durará poco y no conozco a nadie." Pensamientos como
este acompañaban su duermevela. Una vieja a su lado murmuraba "Padre
nuestro que estás en los cielos..." en su fuero interno el ya ex párroco
sentía ganas de gritarle que se callara, que todo era una descarada mentira, una burla despiadada.
En la
oficina de información de la ciudad le dieron la dirección de una pensión
económica. Anduvo hasta dar con ella. Al cruzar una calle casi lo atropellaron,
una mujer le increpó reprendiéndole por imprudente. Un ciclista con un saco al
hombro le dijo “ya puede dar gracias a S. Cristóbal” Pedro Arnau el nuevo ateo lo hizo, dijo "gracias" y se preguntó "qué lleva este desgraciado en el saco, su parte de gloria eterna?"
Llegó a
la pensión. La patrona le instaló amablemente pero con prisa. Monseñor se
preguntó el porqué de la prisa ¿le daba miedo? ¿se le notaba en la cara que huía?
Se sentó en la cama y miró en derredor. El cuarto estaba sobriamente decorado,
apenas un cuadro y un crucifijo. Un espejo ovoide, varias veces retocado,
completaba la decoración. Junto a la cama una mesita de noche con una lámpara y
un libro sobre ella. Lo tomó y comenzó a hojearlo: era una edición rústica de
la Biblia. ¿Qué era aquello, moralismo? ¿burla? ¿una señal?
Decidido
a provocar a Dios robó dos panecillos. Le costó pues tuvo que luchar contra los
principios que le habían inculcado y que él mismo había difundido. Era algo que
le afectaba profundamente. Comió uno y guardó el otro aunque acabó dándoselo a
un mendigo. ¿Mataba la buena acción la mala? ¿Son iguales todas las
buenas acciones? ¿Valen lo mismo? ¿Cuál es la tabla de valores? En una calle
cruzó un entierro, Monseñor se dijo: "A ellos poco les importa, los
muertos nada saben y tampoco reciben recompensa alguna". Sonrió esto está
en el Eclesiastés (9:5). La memoria tiene sus juegos y las citas aparecen
solas. Siguió deambulando, observando, escuchando, preguntándose sobre la
necesidad de cumplir con los mandamientos divinos. Una frase captada al
cruzarse con un grupo de jóvenes le llamó la atención. "Estamos condenados
a vivir sin fe y sin saber" ¿de qué debían estar hablando? Pasó por delante
de una iglesia y recordó las misas. Sintió fuertes impulsos de entrar, pero
siguió adelante. Finalmente entró impulsivamente en un bar ya que no tenía
clara la razón de hacerlo. En una mesa un hombre de edad gris bebía directamente de la botella.
¿Qué le
llevó a sentarse a la mesa de un desconocido? No había razón aparente, pero
allí estaba, sentado a la mesa de un desconocido mirándole mientras bebía. Su
acción fue acogida alegremente por el parroquiano:
-
Siéntese padre, Porque usted es cura ¿no?, Venga que yo tengo algo en común con
usted, soy carbonero. También voy de negro aunque no quiera.
Una
corta risa, un trago largo y un eructo dieron paso a otra pregunta - ¿Que le trae a mi mesa?
El
ex-párroco estaba incómodo, sin saber por qué estaba sentado a esa mesa ni que
le delataba como sacerdote; pero estaba interesado en la persona que con la sonrisa en la boca y algún diente ennegrecido esperaba su respuesta.
- ¿Cómo
sabe que soy, perdón, fui sacerdote?
- Se le
ve padre, se le nota en todo, en el andar, en la mirada, en cómo va vestido, pero más en la mirada.
Pasaron
horas y cayeron botellas. Al final habían convenido que Pedro Arnau viviera en
la casa del carbonero unos días. Solo una puntualización por parte del
carbonero: "Yo soy viudo y salvo algunas ocasiones estoy siempre solo,
bueno, ya me entiende padre no voy a pudrirme ni a resignarme."
El ex cura, ex párroco Pedro Arnau aprendió mucho durante su vida con el
carbonero. Escuchó, estudió sus motivaciones y las de quienes le rodeaban.
Intentaba entender a través del carbonero, a través de su fe las razones de una
creencia inútil. Aún seguía enfadado con Dios, le insultaba y luego le temía,
para reafirmarse más tarde en sus nuevas convicciones. "Si Tú eres capaz de
guardar silencio durante toda una eternidad yo no seré menos."
Con el
tiempo se dio cuenta de que el mundo hablaba de un modo y obraba de otro. Nada
era negro o blanco. Incluso los ateos tratados individualmente dejaban de serlo
o por lo menos no eran tan radicales. El carbonero se esforzaba en convencerle
de que debía regresar a su pueblo; al fin y al cabo nada aprendería en la
ciudad que no existiese también en Los Castillos. Solo tenía que mirar bien y
escuchar más.
A altas
horas de la noche unos pasos despertaron a Prudencia, que se levantó
sobresaltada.
- ¡Ha
vuelto!
- Sí,
he vuelto
- Si supiera
lo que le hemos buscado... todos temíamos por usted. Pero ¿a dónde ha ido? ¿Dónde
ha estado? ¿Por qué se fue? El pueblo entero era un hervidero de rumores. El
obispo mandó por usted, y vino la guardia civil a preguntar.
- Lo
siento Prudencia, pero ahora déjame
- No le
dejaré hasta que me diga porqué se fue.
- Quise
saber lo que piensan los ateos
- ¿Y?
Monseñor
cerró los ojos, esbozó una sonrisa. - No
hay ateos. Todos sin excepción adoran ídolos o ideas; se inventan dioses y les rinden culto para justificar y sobrellevar su vida.
Monseñor
Arnau, cura párroco de Los Castillos se echó vestido sobre la cama. Las fuerzas
acababan de abandonarle. Durmió un rato. Cuando abrió los ojos el sol emergía con un mensaje a través de las nubes. Monseñor miró la escena y pensó: realmente hay algo o alguien y
si no lo hay los demás no han de saberlo. Ésa es mi misión en la vida.